miércoles, 19 de marzo de 2008

VOLVER

Cuando mi abuelo se dio cuenta de que también yo iba a emigrar, se puso triste. Y triste, de pronto, empezó a fumar más y a quererme más. Cuando no estaba con él, me buscaba hasta encontrarme. No sabía qué hacer para evitar el adiós que presentía doloroso. Hasta que una tarde me llevó a ver la camella nueva en Las Eritas. Después de visitar al animal, de admirarlo, de acariciarlo, nos sentamos en el muro de piedra, junto al brocal del aljibe, y allí nos quedamos mudos, él mascando tabaco, yo conteniendo la emoción, mientras mirábamos, los dos, sin pestañear, hacia el castillo encaramado en la montaña pelada por el viento.

¿Y entonces?, me preguntó por fin, al cabo de un rato, como queriendo encontrar una forma cualquiera de diálogo. Entonces nada, le dije yo, dificultando sin querer la conversación. Pero el viejo se llenó de valor, me echó el brazo por encima, y me dijo con la voz temblorosa:

-No te vayas, hombre. Quédate. La felicidad está aquí. Lo que estás viendo es la felicidad, y no hay más felicidad, en parte alguna, que la que estás viendo. Y si el problema es el futuro, no te preocupes. Todo lo mío es tuyo: las tierras, la camella, las cabras, la casa, todo.

Si mi abuelo, con lo sabio que era, no me entendía, nadie más podría entenderme. Así que me fui, en serio, "para siempre". Si la felicidad era aquello, el riesgo que corría era ninguno. La isla toda me parecía insoportable. La idea de que los sueños no iban más allá de la camella, me enloquecía. Me sentía un náufrago perdido en la inmensidad del océano. Necesitaba conciliar mi forma americana de hablar, con mi forma europea de pensar, con mi forma -tal vez africana- de sentir. ¿Quién era yo? ¿Por qué había nacido, y seguía estando, en aquel mundo tan pequeño y tan olvidado, que no tenía bosques, ni ríos, ni nieve, ni ferrocarriles? ¿Qué había hecho yo para ser castigado con tanto mar insalvable?

Me fui. Me fui mil veces para volver otras mil. Yéndome tropezaba siempre con la nada. Regresando me encontraba una y otra vez con el desencuentro, que no paraba de agrandarse. Entre las idas y las vueltas se fueron muriendo la camella, mi abuelo, mi abuela, mi padre, mi madre... Aquel mundo mío, inocente y primitivo, fue ocupado poco a poco por extraños que trajeron el turismo, que a su vez trajo la enajenación. La isla perdida en el mar se hizo tierra de nadie -tierra de otros. Y ahora no sé si vengo, cuando me voy, o si me voy, cuando vengo...

Sí sé, sin embargo, que por aquí pasaron alguna vez la razón y la fraternidad. Aquí vivieron alguna vez, estoy seguro, unos canarios de buena fe, unas gentes de bien, que repudiaban la infamia y respiraban humanidad. ¿Dónde están? ¿Se perdieron en la abundancia? ¿Fue la riqueza improvisada la que trajo el desalojo y la agresión? ¿Fue la libertad repentina la que acabó con la cordura?

No estoy seguro de nada. Por eso vuelvo una vez más, tal vez la última, porque a lo mejor, quién sabe, todavía es tiempo de perdonar y de ser perdonados.

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Yo había publicado este artículo,
hace un par de eternidades, allá,
en alguna revista o periódico de las Islas Canarias,
en uno de aquellos intentos de regresar al futuro.
Y hoy, día de tantos aniversarios, qué cosas,
lo he vuelto a ver reproducido en el blog
de Víctor Macías -persona que no me conoce,
ni tengo el gusto de conocer...
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