jueves, 6 de marzo de 2008

ESCUELA DE LAS AMÉRICAS

No se preocupen. No les voy a contar la historia de aquel manicomio que en Panamá se llamaba Escuela de las Américas, y que ahora, en Columbus, Georgia, se llama Instituto de Cooperación para la Seguridad Hemisférica. Quiero contarles lo que sucedió con un amigo mío, ilustre militar sudamericano, que, en tiempos terribles, y durante veinticuatro horas, fue alumno, "por la fuerza del destino", del referido centro de adoctrinamiento feroz:

Llegó mi amigo, entonces coronel, con cuarenta y nueve sudamericanos más, al célebre Fort Amador, en Panamá. Y enseguida se dio cuenta de que había llegado a un lugar que le producía repulsión, sin saber exactamente por qué, puesto que todo era como le habían dicho y como él mismo había imaginado. El recibimiento fue efusivo, pero extraño. Las habitaciones eran perfectas, pero no acogedoras. La cena no podía ser mejor, pero le dejó un inexplicable mal sabor de boca. ¿Por qué se sentía tan incómodo -tan fuera de la realidad? ¿Qué hacía un demócrata como él, aunque vistiera uniforme, en un lugar como aquel?

Algunas respuestas las encontró en la inquietante literatura que le habían dejado sobre la cama, con la recomendación escrita de que leyera todo bien leído antes de la ceremonia oficial de ingreso, que sería al día siguiente, temprano, en el lugar tal y tal, bajando, a la derecha... Era una literatura que le podía quitar el sueño a cualquiera. Y Roberto, que así se llamaba nuestro héroe, estuvo toda la noche en vela, dándole vueltas a una idea obsesiva: cómo, de qué forma, con qué argumentos, abandonar todo aquello y regresar sin volverse loco, rápido, al mundo imperfecto de los humanos.

Por la mañana, en la ceremonia oficial de ingreso, todo era tan perfecto, tan cuadriculado, que parecía un sueño cruel. Y todo, para una cosa teóricamente muy sencilla: oír el discurso de bienvenida del general norteamericano que más mandaba en la Escuela -un discurso que pretendía ser amable, leído con una gracia fingida que resultaba hiriente. Hasta que, al llegar al último párrafo, a Roberto le llegó el argumento que necesitaba para irse sin más demora: "Resumiendo -dijo el general-, lo que he querido decirles es que no hay diferencias entre nuestros países, porque todos ellos son iguales, en todo. Somos hermanos, y aquí estamos, aquí habéis venido, sencillamente para compartir la hermandad continental que nos une. Nosotros, los norteamericanos, no somos superiores, en nada, ni nada pretendemos enseñarle ni exigirle, a nadie. Lo que en Estados Unidos hemos hecho para progresar, también lo podéis hacer vosotros. Es muy fácil. El secreto está en colocar al hombre cierto, siempre, sin dudarlo, en el lugar cierto".

¡El hombre cierto en el lugar cierto! Aunque él no quisiera irse, a Roberto no le podían enseñar nada más, ni mejor, en la Escuela de las Américas. Aquella misma tarde regresó a su país, dispuesto a conquistar el siglo XX con la lección aprendida y sin dar un solo tiro. Y acabó dirigiendo el mejor canal de televisión educativa que yo haya conocido...

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