sábado, 22 de marzo de 2008

PERIODISTA EN APUROS

Se consideraba un hombre libre, y era, sin duda, muy inteligente, además de muy simpático. Y por libre o por inteligente, o por las dos cosas, más que por simpático, cometió el error de meterse en política cuando la política, en plena dictadura militar, era más peligrosa que nunca. Al final, como tantos otros, no le quedó otro remedio que desaparecer de donde más lo conocían, y fue a parar, sin dinero y sin amigos, a la lejana y polvorienta ciudad donde lo conocí.

Más que ciudad -aunque hoy ya tenga unos 500.000 habitantes- aquello era entonces un simple asentamiento, unas cuantas calles mal trazadas, que recordaba en todo y por todo al Oeste de las películas. Y como si estuviese en el Oeste, al periodista caído en desgracia no se le ocurrió otra cosa que hacerse novio de la hija del gobernador. Era, creía él, la única manera de encontrar protección y futuro. Y lo de ser novio no le resultó difícil, porque la chica, viéndolo con corbata y con tanta facilidad de palabra -señales de un mundo mejor-, se enamoró enseguida, perdidamente.

Pero ni ella ni él calcularon bien la reacción del gobernador, que fue brutal cuando supo del noviazgo. Tan brutal, que la condición de novio pasó a ser un peligro, más que un seguro de vida. La alternativa, pensó el periodista, era el matrimonio.

¡¿Matrimonio?! La muchacha, amenazada de muerte por el padre, y aunque seguía enamorada, tuvo dudas -dudas serias, que no fue capaz de ocultar. Y aquellas dudas convirtieron el noviazgo en algo clandestino y prolongado, casi amargo. La vida del periodista valía cada día menos.

Hasta que pudo reaccionar. Reaccionó cuando supo, conversando con el dueño de la pensión, que en la ciudad había existido un periódico; que ese periódico dejó de publicarse cuando las presiones del gobernador se hicieron insoportables; que el editor y director había huido; que, sin embargo, el taller donde se imprimía seguía intacto, en una especie de garaje abandonado, al final de la calle Tormentos.

En un par de días, en los que durmió poco y comió menos, preparó el que sería el número 0001 del nuevo Horizontes. Las ocho páginas de texto no eran otra cosa que una retahíla de denuncias contra el gobernador. Y los espacios reservados para insertar una hipotética publicidad, los dejó en blanco.

Imprimió treinta ejemplares, y con ellos y una pistola salió a vender treinta anuncios. Entraba en los bares, en las oficinas bancarias, en las barberías, en las tiendas, y preguntaba por el jefe; le ponía delante un ejemplar del periódico, y sobre el periódico la pistola; le señalaba el espacio que le había adjudicado, y le explicaba el precio y las condiciones de pago...

El precio era único e indiscutible. Y las condiciones de pago, ahorita mismo, contra recibo, y en puro metálico. El recibo era el propio periódico, con las temerarias verdades sobre el gobernador.

Antes de que anocheciera ya había reunido el dinero que necesitaba para huir con la hija del gobernador, para casarse con ella en cualquier lugar que no estuviese en el mapa, y para llegar, con suerte, a Buenos Aires.

Tardaron mes y medio en llegar a la capital argentina, después de atravesar ríos, fronteras, selvas y desiertos. Pero llegaron, con pasaporte boliviano y casados por lo civil y por lo religioso, y se hospedaron, por algún extraño motivo, en el céntrico Hotel Presidente. Ella, más angustiada que nunca, sin ganas de besos ni de tonterías, tuvo que ir al cuarto de baño. Y él, histérico, bajó a comprar cigarros. Bajó en el ascensor y desapareció para siempre, como si se lo hubiera tragado la tierra, dejando una nota manuscrita en la recepción: "Lo siento, cariño. Pero no puedo perdonarte que dudaras tanto cuando más te necesité. Adiós."

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