domingo, 21 de diciembre de 2008

LA ÚLTIMA CENA

Después de tres lustros sin verse, sin hablarse, sin escribirse, apenas se conocían... Tomás y Eusebio, los dos hermanitos nacidos en el Extranjero, seguían viendo fotos del pasado y haciendo preguntas sobre el presente, sin interesarse por la fiesta que en la plaza se hacía cada vez más bulliciosa. Alicia (la madre) y doña Carmen (la abuela paterna) se fueron a la cocina, a preparar lo nunca visto en aquella casa tan grande y tan sola, desde hacía mucho tiempo: una cena de Navidad, que habría de servirse a deshora, alterando la rutina de toda la vida, para que coincidiera con el repique de las campanas y con la alegría de los creyentes, por el Nacimiento feliz del Niño Dios.

Se trataba de una experiencia cargada de tristeza inevitable, aunque el propósito de las dos mujeres fuese propiciar alegría, para poder celebrar algo que no estaba claro y que era difícil de explicar. ¿Por qué habrían de alegrarse con la sopa de fideos, si ambas sabían que existía el pavo relleno y el jamón serrano? ¿Qué podía celebrarse con vinito de la tierra, cuando era evidente que existía el champán?

Pero además tenían que sacar del baúl de los recuerdos el mantel blanco, más bien amarillo, salpicado de estrellas de todos los colores. Era el mantel que en el pasado había servido para servir otras felicidades que no habían perdurado. Eran las estrellas que, bordadas con hilos gruesos, tapaban las mil quemaduras de los mil cigarros fumados a destiempo y de mala manera.

Tenían que sacar la vajilla que ya no era una vajilla, sino el resultado de lo que habían sido dos siglos de altos y bajos, de suertes y desgracias, que iban de la porcelana china al plástico más ordinario, pasando por el vidrio más engañoso.

Emilio (marido de Alicia, padre de los niños) se quedó con su padre, Damián, en el cuarto de los violines, del gramófono, del busto de Beethoven, de los atriles, batutas, misales, partituras, diccionarios, enciclopedias, bastones, sombreros, gorras, discos de ópera, de zarzuela...

-¿No tienes nada que contarme? -le preguntó Emilio al viejo, después de un largo silencio, sin saber cómo desandar los quince años de ausencia.
-¿Y qué quieres que te cuente? -preguntó Damián como respuesta, arisco, sin emoción y sin entrar al trapo.
-De ti, de mamá...
-¡A buenas horas!
-¿No te alegras de vernos?
Damián desvió la mirada y se quedó mirando la nada del zaguán.
-¿Y a tus nietos? ¿Cómo ves a tus nietos? -insistió Emilio.
-No los entiendo.
-¿Ni en español?
-No, me refiero a lo que piensan, a lo que quieren.
-Son niños.
-Son de un mundo que a mí se me escapó.
-¿Qué le pasa al mundo? -quiso saber Emilio.
-Está al revés -dijo Damián-. Ha cambiado tanto, que hemos vuelto a tener rey: un rey que escribe con la mano izquierda y que lleva el reloj en la derecha. Antes se emigraba, y ahora vienen los turistas. Éramos un pueblo de flacos, que se morían de tuberculosis, y ahora somos un pueblo de gordos que para perder peso y no morirse de infarto se pasan las horas corriendo y sudando por calles y caminos. Nos moríamos de sed, porque no había más agua que la que venía del cielo, y no venía nunca, y ahora resulta que la sacan del mar, que siempre estuvo ahí, azul, llenito, sin que nadie supiera cómo quitarle la sal. Los forasteros se quedan con las Islas, y nosotros, que siempre fuimos los dueños, nos quedamos sin tierras y nos hacemos camareros. La gente se vestía bien, de forma decente, para ir a misa y a los entierros. Y ahora no. Ahora usan el terno y la corbata para ir al fútbol. Y a la iglesia y al cementerio van con esa ropa de locos que llaman chándal. Vuelve el gusto por la tradición, pero es la Coca-Cola la que patrocina todo. ¡Una lástima!
-Es la vida moderna, padre.
-¡Un carajo!
-¿Es un carajo la democracia que están montando?
-¡¿Democracia?! ¿Democracia es darle el poder a los oportunistas y a los fracasados? ¿Democracia es dividir, en vez de sumar?
-Democracia es darle al pueblo la oportunidad de equivocarse.
-Pues aguarda y verás.
-¿Qué vamos a ver?
-Vamos a ver el fin de España.
-España no se acaba.
-Se está acabando. La ETA sigue en la calle, matando, que no para de matar, y sin embargo hay gente que ya no dice España, sino Estado. Y estamos empezando...
-Fue Franco el que inventó eso de decir Estado -puntualizó Emilio.
-Pero ahora lo dicen para decir otra cosa -replicó Damián.

Cuando la cena ya estaba lista, y las truchas (pasteles típicos) y las rapaduras preparadas, Alicia llamó a Emilio para que fuera a ver la disposición de la mesa, en el viejo comedor, y para que opinara sobre la forma de colocar los regalos. Ella sabía lo que tenía que hacer con la pulsera de la suegra y con las cosas de los niños. Pero, ¿qué hacía con la placa de plata que le habían llevado a Damián, como recuerdo de su jubilación? ¿La ponía sobre la servilleta, o se la daban después, a la hora de los postres y los brindis?

-Se la damos al final -dijo Emilio.

Y entonces llamaron a los niños y fueron tomando asiento, de modo que las cabeceras de la mesa quedaran libres, para Carmen y para Damián. Pero Damián había subido a la planta de arriba, y Alicia fue a decirle que bajara. Y no bajó, porque se había metido en la cama, dejando trancada por dentro la puerta del dormitorio, con la antiquísima y pesada llave.

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