lunes, 16 de junio de 2008

LA ELEGANCIA

Decía Areilza que la elegancia era una cuestión de gestos -de detalles. Para el conde, ser elegante no era vestirse "bien" y caro. Era otra cosa. Y para demostrarlo manejaba unos cuantos ejemplos, de personas alegantísimas, que andaban por la vida metidas en trajes arrugados, y hasta en mangas de camisa. Él mismo presumía de elegante, hablando como un carretero, bebiendo tinto riojano de garrafón, usando camisas de nylon, y sin quitarse aquellos zapatos con borlas en las palas... Lo hacía tan bien, que en España entera y en parte del Extranjero se extendió la leyenda de lo contrario: de que se desayunaba con caviar del bueno y champán francés...

Me viene todo eso a la cabeza porque creo conocer al hombre más elegante de los que andan por Madrid, y con el que acabo de cruzarme en la esquina de Luis Eduardo Aute.

Se trata de un caballero de escasa estatura, que duerme en la calle, y que todo lo que tiene lo lleva en una maleta con ruedas, que por las mañanas le acompaña a todas partes, como si acabara de llegar de Suiza. Hasta no hace mucho pasaba las noches, envuelto en tres o cuatro mantas, en el escalón de una puerta tapiada, cerca del puesto de gasolina de la Avenida del Marqués de Zafra. Lo que resultaba difícil de entender, porque el lugar es bastante transitado y ruidoso. Pero ahora se mudó para un rincón apartado, bello y húmedo de los alrededores de la Fuente del Berro. Se levanta a las diez en punto, sin prisa, sin ningún temor ni vergüenza, y durante una media hora hace de mayordomo de sí mismo: prepara la ropa que va a vestir, cepilla los zapatos, recoge y guarda los cartones y las mantas, barre los desperdicios y las colillas... y cuando yo regreso de mi paseo matinal, con lluvia o sin lluvia, el buen hombre ya está transformado en un ser que da envidia, por lo bien que le caen el viejo traje cruzado, la camisa de cuello duro, la corbata haciendo juego, el peinado perfecto, el pañuelo de seda, la flor en el ojal... Todo como debe de ser, sin ser acartonado ni ridículo. Quienes lo ven por primera vez piensan que es un financiero que vino a comprar los palacetes que se están quedando vacíos en el barrio. O un filósofo, dispuesto a saber cómo se sienten los pavos reales que andan sueltos en la histórica hermosura vegetal del parque...

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