viernes, 24 de octubre de 2008

SALTOS AL VACÍO

A los Borbones ya se les había ocurrido la idea: unir el Palacio Real con la iglesia de San Francisco el Grande mediante una gran avenida (la actual calle de Bailén) que salvara el considerable desnivel del barranco que hoy es calle de Segovia.

Pero fue entre 1872 y 1874, después de las reformas y demoliciones de José Bonaparte, cuando el arquitecto Eugenio Barrón hizo realidad el viejo sueño, construyendo el viaducto original con una innovadora estructura de hierro y madera, que habría de sufrir modificaciones en 1921 y 1927, antes de ser derribada en 1932.

El actual viaducto, de hormigón armado pulido, formado por tres bóvedas de 35 metros de luz y cuatro nervios, es obra de los arquitectos Ferrero, Aracil y Aldaz. Se terminó de construir en 1934. Y los daños que sufrió durante la Guerra Civil obligaron a reconstruirlo en 1942.

De todas formas, no es de arquitectura ni de urbanismo, sino de saltos al vacío, de lo que va esta nota. El primer viaducto (presten atención) tenía 23 metros de altura. Y entonces, en todo Madrid, no había muchos sitios más altos. Tal vez por eso, o por las vistas espectaculares, o por el romanticismo de los barrios colindantes, el lugar de que hablamos siempre ha sido famoso por el número de personas que han saltado de la calle de Bailén al duro asfalto de la calle de Segovia.

Sólo un año después de inaugurado el primer viaducto ya se colocaron alambradas, con la buena intención de reducir la cantidad de muertos. Inútil. Y en la década de los 90 del siglo pasado creció tanto el número de víctimas, que se pensó en la instalación de los altos paneles de vidrio que todavía existen. Inútil.

Las causas de tantas desgracias han sido diversas. Además de los suicidios puros y duros, por depresión o desesperación, no han sido pocos los accidentes, las imprudencias, las borracheras, y hasta las películas en vivo y en directo... El 15 de octubre de 2001, rodando una escena de Canícula, el joven especialista Álvaro Burgos Goizueta perdió la vida, porque la cuerda que lo sujetaba para simular la caída era más larga de lo debido y no evitó que el muchacho se estrellara contra el suelo.

Hoy, 24 de octubre, como casi siempre que estoy en Madrid, salí a comprar los periódicos y a dar mi paseo matutino: el bellísimo parque de la Fuente del Berro, la pasarela de La Paz, etcétera... La mañana estaba fresquita, y por eso me extrañó encontrar a mi ilustre y respetado vecino, don Cándido, que no anda bien de salud, parado en medio del puentecillo colgante, contemplando de forma misteriosa los miles y miles de coches que pasaban bajo sus pies, por los quince carriles de la M-30. ¿Suicidio a la vista, tal vez?

Don Cándido ya había leído su montón de periódicos. Ya sabía lo que decía en la portada uno de los diarios que yo llevaba bajo el brazo: "Las bolsas zozobran de nuevo". Y en vez de saludarme con la cortesía de siempre, me hizo una pregunta a quema ropa:

-¿Usted sabe por qué seguimos hablando de la crisis del veintinueve?
-Pues... -titubeé.
-Pues porque en el veintinueve ya existían rascacielos en Nueva York. La gente saltaba al vacío, desde los pisos más altos, y es eso, y no la cuestión económica, lo que no hemos olvidado: la gente cayendo...
-¿Usted cree...? -volví a titubear.
-Creo, sí. Y de pronto empiezo a estar preocupado. En España, ahora, también hay edificios altísimos. En Madrid, sin ir más lejos, las sedes de los grandes bancos están en grandes edificios. ¿No se ha fijado? ¿Ni ha pensado usted en lo fácil que sería, para cualquier ahorrador arruinado, dejarse caer por esta misma barandilla, tan bajita, tan endeble, sobre ese río interminable de coches?

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